vendredi 29 octobre 2010

Abelardo nos habla de los Morente (transblog 7)


(prefacio espontaneo con teclado francés) Oye solo he empezado y tiene incluso mas buena pinta que el primero (1), déjame terminar lo que estoy haciendo y te leo y publico sin falta, me das una calidad que quisiera poder merecer, Abelardo. Me sentia solo, incomprendido; amado por las mujeres, si, como no lo son nunca en su vida los burgueses, pero abandonado a la soledad intelectual, a la esquizofrenia. Me llaman parasito tanto los de izquierdas como los que estan en el poder. Nadie me comprende si no son las mujeres sedientas de mi cuerpo. Y de pronto tu me hablas como Socrates mismo pudo hablar a toda una generacion, uno a uno, de mi mismo. Gracias y hasta ahora,

(1) Abelardo ha hablado anteriormente del flamenco en este transblog

Manuel


Le 29 oct. 10 à 01:27, abelardo muñoz a écrit :

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La música gitana 2



El clavel oscuro

(Cuento en el Sacromonte)



Estrellita

En lo arto del cerro de Palomares (de Mi cante y un poema2001)

Escucho bulerías de Estrellita Morente, “¡Suavito Juan, suavito!”, le dice Pepe Habichuela a su hermano. Arreglan guitarras en Peregrinitos, una canción de Estrella. Suenan como agitados jardines de claveles asustados por la voz de la cantaora, atacada de arte.

Cuando ella la sube arriba, la voz, digo, el tono angélico de su sonido inaudito excita las manos de los Habichuela que se ponen a gusto y requiebran con un ritmo que es de la alhama almohadí del siglo X en esos cerros que ciñen el sinuoso y milenario camino que se ciñe a río Genil. Este portento nació en el Albaicín de Granada, en 1981 y es hija de la bailaora gitana Aurora Carbonell, La Pelota y del cantaor gaché Enrique Morente.

De esa niña Morente me gustan los tangos de Perico y esas piezas movidas que llevan voces y jaleos, palmas y percusión, como En lo alto del cerro de Palomares que ahí está la guitarra de Pepe Habichuela y se nota, jodé. Nada de sevillanas, tangos puros, con el coro de almas profundas de Isabel, “La golondrina”, La Pelota, Soleá Morente, los Carmona, Antonio y Pepe y Josemi.

Cuando callan las mujeres, entra la guitarra candente: latido de agitado corazón. Estrella posee una belleza surreal, el ovalo de su rostro, la profundidad de su mirada de mujer del sur recuerda las pálidas hermosuras de algunas mágicas hadas del simbolismo inglés, una Ofelia en el lago; una virgen de Da Vinci.

Su sensual encanto de morenaza ibérica pasa a segundo plano ante el portentoso timbre de su voz; energía y vitalidad; magia lorquiana del barrio gitano incrustado en un cerro que es el Sacromonte de Granada; que sobrevive malamente gracias a la alegría y tesón de sus gentes y a los pullmantours que desembarcan europeos en busca de emoción .

Bajo las místicas sombras de las torres almohadís de la Alhambra, en los garitos gitanos, en esas terrazas cuajadas de geranios y claveles, hierbabuena y romero del barrio del Sacromonte todo cambia cuando huye el sol andaluz y sume en la oscuridad las cumbres de Sierra Nevada.

El camarero

Al anochecer, cuando ya se fueron los turistas y los cerros se quedan con sus habitantes, la música de las guitarras cruza la carretera, vadea el Genil y agita las pinadas que rodean las torres milenarias del castillo de Boabdil. Hay locales flamencos ya sin clientes donde uno se pide un whisky Dick y se lo bebe sin hielo en un vaso de tubo frente a una foto de Camarón de la Isla pegada a la roca. Entonces el camarero se desabrocha la pajarita y el chaleco negro y se sienta junto al cliente con la botella en la mano.

En el silencio del Sacromonte la noche es larga.

De una casa incrustada en lo alto del cerro sale jaleo. “¡Ale!,¡Ale!”, palmas, zapateos y anfetamínicas guitarras. Dice Rilke que escritura y sexo tienen cosas en común; qué decir del cante jondo, del flamenco en directo, en vivo, que es un jardín de jadeos, de voces femeninas aterciopeladas, de pasión mera. Gritos de mucho arte en la ciudad de Granada.

“Los asesinos fascistas de Franco no sólo mataron a Lorca sino achicaron la ciudad en el miedo. Sólo los gitanos no conocen ese miedo; nada tienen que perder en un país que les ha considerado o cantaores flamencos o chamarileros de mercadillo”, sentencia el camarero del chaleco negro. Luego calla, echa un trago a morro de la botella y se lo brinda a la foto de Camarón.

“¡Como contrasta la grandeza incomparable de su música y su dignidad vital con el modo con que los trata su propio país! Perseguidos en toda Europa, anatemizados y acosados por un arraigado racismo hispano “¡Límpiate la cara, pareces una gitana!”, grito dañino de generación en generación. Familias enteras condenadas a traficar para sobrevivir; de la pobreza nace la delincuencia, esa es la ley del sistema en que viven gitanos y payos por igual. Pero nada de eso importa cuando se encuentra el placer de la música y el baile, ¿no le parece amigo?”, concluye mi interlocutor con los ojos vidriosos, felizmente borracho.



El clavel

Una noche de mayo mi amigo Antoñito me presentó a don Enrique Morente, el padre de Estrellita, en el Albaicín, en compañía de una elegante dama morena que era su mujer; sonriente y rodeado de amigos. El cantaor lucía una melena leonina peinada hacia atrás, pañuelo de seda verde bien enlazado al cuello y chaqueta de cuero negro, todo en él desprendía una arrogancia, elegancia gitana que no podría soñar un señor gentleman inglés. Estábamos en una terraza bajo la Alhambra y en una de las estancias de la casa, varias decenas de mujeres cantaban y palmeaban tangos y soleás a palo seco, sin guitarras.

Dejé al maestro tras manifestarle admiración por su arte y hacerme una polaroid junto a él. El griterío de mujeres que salía de aquel cuartito iluminado me atrajo como un imán. Entré en la sala que estallaba de luz y contemplé al punto un espectáculo sensacional.

Contados extranjeros asistían perplejos a aquella orgía de sonido de la noche andaluza. La estancia era alargada y no menos de cuarenta mujeres se sentaban en sillas de enea arrimadas a la pared, componían un cuadro espontáneo y muy poco folclórico; un pasillo de sonido alucinante. Como un coro de africanas bajo los árboles tropicales o un grupo de bailarinas hindúes. Creí ver al fondo de la estancia a un guitarrista acosado por las voces de las cantaoras; las había de todas las edades. Cantaban como quien no quiere la cosa, sonrientes, extasiadas, sensuales.

Calmé mi súbito entusiasmo con un trago de whisky de mi vaso de tubo. Una niña de quince años, vestida de faralaes y con los ojos azules, me cedió una silla de enea. Me senté como un autómata, inmóvil, con los ojos bien abiertos y los oídos más al loro; no daba crédito al milagro que se desarrollaba frente a mí. Un calor que quemaba, un sollozo de pura alegría.

No soporté quedarme más allí, los latidos del corazón me recomendaron tomar el aire. Salí a escape a la noche granadina. Morente habían desaparecido. Quedé sólo en la terraza, el vaso en la mano iluminado por la luna; levanté la vista y entonces…podría jurar que las torres oscuras de la Alcazaba me susurraron algo. Caí al punto desmayado; como última emoción, la imagen borrosa del clavel oscuro y el chisporroteo del vaso hecho añicos contra el suelo.

Abelardo Muñoz. Barrio del Carmen, octubre 2010

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