Ciudad canalla25junio10
Por Abelardo Muñoz
Los caretos de la Thyssen
En el museo Thyssen de Madrid hay un cuadro de Bacon que es una pasada. Se trata del “Retrato de George Dyer en un espejo, 1968”. Es un tío trajeado y que se mira en un insólito doble y lo que ve es su cara partida. La disposición del personaje, en óleo marrón, es dinámica, es decir, que parece que el nota se está escurriendo a sí mismo, presa del pánico.
Quedé yerto ante él. Me recordó en el acto un espléndido verso de Don Luís de Góngora que reza así: “Arrojar la cara importa que el espejo no hay porqué”, frase extraordinaria y críptica que jamás he entendido pero que la he puesto como divisa de la bipolaridad a la que nos somete esta sociedad caótica y violenta que es la pesadilla nuestra.
De hecho, Amparo, la moza de mi botica, soltó el otro día “¿No ves a la gente un poco desquiciada?”; no supe que contestarle pues pensé que el primer desquiciado soy yo. Por eso, ese desquicie del cuadro del gran Francis Bacon me atrajo como un imán, de modo que allí quedé mirándolo hasta que uno de los tropecientos guardias que hay en el museo me conminó a abandonar el local pues, dijo con sarcasmo, ya está usted, caballero, borracho de arte.
No sé si sabréis, queridos y desocupados lectores, que los periodistas no pagamos en los museos europeos, maravillosa medida llena de sentido común. Así que la ocasión la pintaban calva y boté como una pelota del Prado al Thyssen y viceversa. En una de las pinacotecas más importantes de Europa (con el Louvre y el Ermitage de San Pêtersburgo como compañeras de gloria) fui escopeteado al cuarto oscuro de Goya y a “El Jardín de las Delicias” de El Bosco, cuadro de cuadros que, como sabéis, es más que una pintura, es un tratado sociológico de la Edad Media.
Pero resulta que en el bonito y diáfano museo de esa baronesa tan simpática, está nada menos que “El edén” del gran Brueghel El Viejo y dos Hopper de categoría. Llama la atención de este museo tan graciosa y costosamente donado a Madrid, el primer piso que es como un panteón de caretos de personajes de la aristocracia medieval. Agobiado por tanto pavo siniestro que mira desde la oscuridad de Europa, uno recupera el resuello en la planta baja, donde puede disfrutar desde el susodicho Bacon hasta un Picasso o Matisse. Una colección sorprendente y de muy buen gusto.
Tengo para mí que las obras del primer piso las eligió el barón, ya reunido con sus antepasados de la oligarquía europea de todos los tiempos, y las de abajo son del gusto de la guapísima baronesa roja, Carmen Cervera. Estoy convencido que esa beata de Esperanza Aguirre no la puede ni ver ni en pintura. Pero la Thyssen es la única aristócrata que me mola de entre toda esa ralea europea que ya deberíamos haber puesto en un barco y enviado a las Américas, que allí aun están tan colgados que piensan que nuestra Europa está llena de Sissís.
No, amigos, esta es tierra de artistas alucinantes y alucinados como Francis Bacon y Brueghel El Viejo. Gracias a ellos, pude recuperar esa mañana en Madrid, la cara y el espejo.
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